domingo, 19 de septiembre de 2010

Trompos de madera


Me gustaba todo de aquel juguete. Acabado de comprar era una fiesta a los sentidos: el color dorado del zapote o el algarrobo recién cortado y pulido, su aroma, la sedosa suavidad de su lisa superficie, la forma aerodinámica de sus contornos…

El trompo. Cómo me deleitaba contemplando su magnífica danza de interminables giros y de imprevisibles trayectorias sobre su único pie plateado.



Al llegar la temporada de estos danzarines de madera, los chicos del barrio utilizábamos distintas estrategias para conseguirlos. En mi caso, iba entregando a mi madre las monedas que mi padre me daba como premio por limpiar su vieja Pickup Chevrolet con la finalidad que ella me las ahorrase. En otras ocasiones, me sumaba a las bandadas de muchachos que con gigantescos sacos negros de polietileno salíamos a la recogida de los frutos del algarrobo para venderlos luego por arrobas a los modestos criadores de ganado del lugar. De esta manera, si la suerte no me abandonaba, cada año podía renovar mis juguetes preferidos.

En el barrio de Santa Rosa, la tienda de don Camacho era la más surtida. Había en ella toda suerte de tesoros infantiles. Así, cada vez que iba a por algún encargo observaba atónito los juguetes exhibidos, poniendo especial atención en aquellos de forma cónica, amarillenta madera y punta de metal mostrados en los escaparates inferiores de la tienda. Los había pequeños, medianos y grandes y yo los observaba anhelante, aunque convencido que llegada la época de este juego estrenaría al menos uno de ellos.

TrompoLa temporada del juego me impacientaba como la de ningún otro. La elección del juguete a comprar era siempre la misma: tenía que ser ágil, pero no frágil, macizo pero no pesado. Sus demás atributos no importaban en el momento de adquirirlo pues su transformación resultaba un proceso sumamente interesante y atractivo.

La mutación del pequeño artilugio era todo un ritual, un minucioso y delicado proceso de arte infantil que comenzaba inmediatamente después de llevármelo a casa. Era, además, como ataviar a un guerrero Sioux o Cheyenne para la batalla, tal y como lo presentaban las entonces populares películas de indios americanos.

Dependiendo de la situación, lo primero era decidir el tipo de pie que debía llevar el juguete, el que venía de fábrica con un rudimentario trozo de clavo incrustado. De esta manera, si lo que se avecinaba era una cruenta batalla, había que dotarlo de una violenta y afilada lanza acerada capaz de destrozar la piedra más resistente. Entonces, el trompo quedaba "bronco" y era un arma punzocortante que al bailar daba saltos de potro salvaje y ocasionaba un ruido espectacular. En caso contrario, si lo que se quería era disfrutar de una silenciosa danza, había que dejarlo “sedita”. Esto se conseguía puliendo la tosca punta hasta convertirla en una inofensiva y delicada zapatilla de ballet que fuese capaz de acariciar con su baile la palma de la mano.

Trompo1La cuerda era otro elemento importante a tener en cuenta en este juego, ya que imprimía fuerza y precisión al lanzamiento. Así, su extensión debía corresponderse con el tamaño del trompo y del brazo del lanzador. Para ello utilizábamos una “chapa” de botella, que desplazábamos hasta uno de los extremos de la cuerda para que sirviera de freno al topar contra el dorso de los dedos.

Para el entrenamiento se dibujaba en el suelo un círculo y una cruz en su centro, se echaba mano de otro juguete de madera (sobreviviente mutilado de batallas pasadas). Lo demás era un asunto de paciencia y perseverancia.

Como es de suponer, cualquier niño inquieto es capaz de sustraerle a sus responsabilidades el tiempo suficiente para sus juegos y yo no era la excepción. Cuando tenía 10 años ya me había ganado el respeto de mis compañeros de juego, el de los más grandes y el de los más pequeños, pero tal reputación la había pagado con una no muy grata experiencia de principiante: la ineludible novatada, la iniciación.

Gracias a la ayuda de mi padre, el primero de mis trompos fue precioso. Lo habíamos pintado juntos con colores muy vistosos. Fue también mi padre quien me enseñó a jugarlo, a hacerlo subir en pleno baile sobre la palma de mi mano y a disfrutar de la armonía, serenidad y colorido de su baile concéntrico. Pero el aprendizaje no incluía la crueldad de la calle y el mismo día que me estrené como jugador en la "liga profesional" -precisamente con aquel idílico juguete-, un chico mayor que yo, artero y despiadado, fue capaz de, al primer, único y certero lanzamiento, abrir en dos mitades mi recién estrenada joya infantil. Recuerdo que lloré largamente, invadido de esa rabia y ese profundo e ininterrumpido desconsuelo que sólo un niño ofendido en su orgullo puede tener. Cuando mi padre lo supo, se mostró compasivo y fue calmándome poco a poco, bajo la promesa de comprarme otro que pintaríamos juntos y que sería mucho, muchísimo más espectacular que el anterior.

¡Qué recuerdos y qué añoranzas! Pero volvamos al juguete. Otra de las cosas que me fascinaba de este juego era el trabajo de diseño. Para tal actividad era habitual que buscara las pinturas más fulgurantes que mi padre tenía en su habitación-taller de nuestra casa para añadir más colores al amarillo original del trompo. Pintaba las franjas circulares del juguete, resaltaba sus bordes y agregaba puntos redondos o estrellas de otros colores para conseguir un efecto de contraste cuando realizara su singular baile. De este modo, los trompos de madera dejaban de ser mis simples juguetes para pasar a ser mis valiosas y queridas obras de arte.

Cuando se acababan los procedimientos artísticos, me pasaba horas en el patio de nuestra antigua casa adiestrando mi puntería y disfrutando de la hipnótica y mágica danza concéntrica de mis trompos de madera.

En la calle las reglas del juego eran inapelables. Se trataba de un juego muy divertido, pero ahora que lo pienso, también era encarnizado y peligroso. Lo iniciaba el participante con más destreza, puntería y suerte. La cruz dibujada en el suelo servía de diana y cada chico lanzaba su juguete con la clara intención de acertar a la primera para poder ser él quien diera inicio a la segunda parte del juego. Éste era el orden de intervención de los jugadores del ruedo. El error se pagaba dejando el juguete del participante a disposición del deseo de triunfo o de venganza resto de muchachos, que esperaban expectantes su turno.

Tras el inocente preludio se iniciaba la batalla. Era como una lucha entre gladiadores en un coliseo romano. En el centro del círculo yacía un viejo y maltrecho trompo, un sobreviviente de inclementes batallas pasadas que esperaba resignado lo inevitable.

La segunda parte del juego consistía en lanzar un trompo contra el que se hallaba en el centro del círculo con la intención de "quiñarlo", romperlo o sacarlo de la circunferencia. La fama del jugador aumentaba en tanto más rápido consiguiera este objetivo. Así, los jugadores más hábiles eran temidos por su experiencia, lucían espléndidas callosidades en las palmas de las manos y ostentaban una numerosa colección de peonzas. Entretanto, los novatos e inexpertos presentaban en algunas ocasiones leves heridas o, en el peor de los casos, sólo se limitaban a observar el juego ya que habían sido despojados de sus trompos. No obstante, a pesar de predominar la ley del más fuerte, todos disfrutábamos y éramos sumamente felices con el juego.

Yo tenía un cajón lleno con estos juguetes de madera: de los mutilados, de los que llevaban  cicatrices de guerra y de los recién estrenados. A pesar de ello, cada temporada me compraba uno para estrenarlo y lucirlo el primer día en el campo de batalla. La potencia de su recuerdo ha sido capaz de activar en mi memoria estos sucesos infantiles con tanta intensidad y claridad, que me parece que fue sólo ayer cuando salía a la calle a buscar a mis amigos para jugar entusiasmado con mis coloridos trompos de madera.

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