Desde pequeño, Facundo Cabral tuvo una vida bastante accidentada, física y emocionalmente, incluso fue perdiendo la visión hasta quedarse ciego, pero le cantaba a la vida como si la viese, entendiese y disfrutase mejor que nadie. Aprendí a escucharlo gracias a uno de los amigos que más quiero y admiro y, coincidentemente, ha sido también él quien me ha informado de su pérdida. Gracias a ambos, es decir, a mi amigo y a Facundo, fue menos difícil para mí superar una de las épocas más duras de mi vida.
Cálido y humano, lleno de humor y de ironía, Facundo fue, digamos, un neo-apóstol de Jesucristo, un apasionado repetidor de Whitman y de la literatura y del arte en general, dúo en los escenarios, amigo de Alberto Cortez y representante de la generación de la trova, así como un ferviente admirador de Gandhi, de la Madre Teresa de Calcuta y de San Agustín…
Apenas si había empezado a abrir los ojos a la vida y a su crudeza, cuando mi dilecto amigo, cabe decir, un evangelista (que no sólo evangélico) a carta cabal, apareció en mi vida para refrescarla con sus enseñanzas y para hacerme reflexionar sobre ella y para hacer más llevaderas mis cargas. En muchos de nuestros encuentros, mi amigo y maestro traía consigo en antiguos cassettes la música de Facundo, la cual escuchábamos atentos y complacidos. Fueron muchas las tertulias y veladas disfrutando de sus canciones, riéndonos con su humor, pero sobre todo aprendiendo de sus lecciones de vida y admirando las citas y autores que incluía en su repertorio: de Diógenes a Juan Rulfo, de Mahler a Caravaggio…
Facundo, gracias por lo que nos dejaste.
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