domingo, 24 de julio de 2011

Teacher Driver: De la tiza al volante en unos minutos

Tres horas en un atasco de coches son tres siglos. Xime y yo habíamos ido a Barcelona acompañando a una pareja de amigos cuando una descomunal congestión de tránsito nos atrapó en plena Meridiana. Ruido y hedor de monóxido por todas partes en el frustrado paseo. Parecía que jamás saldríamos de allí.

A conductores y acompañantes comenzó a invadirnos la histeria y la resignación por culpa de la lentitud con la que avanzaban los coches. De pronto, nuestro amigo, que iba al volante, comentó la posibilidad de escapar de allí por los espacios libres que dejaban los vehículos.

- Si se pudiera… –suspiró con una mezcla de impotencia y desesperación.

-En Lima sí que se podía –dije automáticamente, sin siquiera pensarlo.

Fue el pretexto para que se auparan a mi memoria mis días de taxista en las calles de la “bestia con un millón de cabezas”, como llamaría Congrains a Lima en su cuento “El niño de junto al cielo”. 

-Había que ahorrar el combustible –continué, intentando justificarme ante su desconcertada mirada.

-No sé si ahora, pero en aquellos años Lima era la jungla –agregué.

De inmediato, asaltaron mi memoria los nombres de avenidas como las de Abancay, Grau, Arequipa… recorridas hasta el cansancio en mi Volkswagen blanco en busca de pasajeros.

-El tanque estaba siempre al mínimo y acostumbraba repostar gasolina de cinco en cinco “luquitas” –mis amigos sonreían y seguían atentos a mi explicación.

-Daba vueltas y vueltas cruzando los dedos para que apareciera alguien que aceptara viajar con mi tarifa. 

-¿Cuánto hasta Abancay, señor? 

-Siete soles, señora.

- ¡Siete soles! ¿Está loco? Imposible, le pago cuatro. 

-¿Cuatro? ¡Hasta el Mercado Central! Mire señora, ni para usted ni para mí, seis soles y la llevo. 

-Ni hablar, cinco o me subo uno de los Ticos que ya veo venir. 

-Suba, señora, suba, usted gana. 

-Una “carrerita” era una “carrerita”. Luego, a rogar para que hubiera otra de regreso y así no tener que volver sin pasajeros hasta San Martín. Si no, malo, malo.

-¿Sabes? –Seguí con mi cháchara –En cuanto acababa de dar clases en el Leoncio Prado me transformaba como si fuera un Superman del volante (Taxi driver me había apodado un amigo algo cinéfilo). Subía a mi coche y fuera chaqueta, fuera corbata y fuera camisa de vestir. De la tiza al volante en unos minutos. Me ponía una camiseta y cogía el pequeño letrero de taxi (de”quita y pon”), el cual como una ventosa se quedaba perfectamente adherido al parabrisas delantero, con lo cual todo quedaba dispuesto para iniciar mis horas de taxista, que no eran pocas. Los mejores días eran los fines de semana y de las carreritas, las cortas de a tres soles en los mercados aledaños a mi barrio.

Mis amigos sonreían y se mostraban interesados en mi plática (o eso parecía), mientras Xime me escuchaba y a la vez se distraía con un juego multimedia de mi móvil. Por unos minutos parecía que el padecimiento y los nervios por el atasco habían menguado ligeramente.

-Un fin de semana –proseguí –la ambición me salió más que cara. Había trabajado todo el sábado y ya había conseguido hacer más de cincuenta soles (12 euros), que no era poco. Eran casi las dos de la madrugada y estaba muy cansado. A pesar de ello, alguien paró el taxi y tras negociar el precio cogí la carrera. Me mojaré la cabeza y fumaré durante el viaje de vuelta para no quedarme dormido, fue mi plan. Sin embargo, sobre las tres de la madrugada y faltándome sólo tres calles para llegar a mi casa, un impresionante ruido y un violento movimiento del coche me hicieron abrir los ojos. En un segundo me había quedado dormido y mi Volkswagen había impactado contra un viejo barco (un Dodge de mediados del siglo pasado), que se hallaba mal aparcado con la cola casi en medio de la calle.

Ahora que lo pienso, de no haber estado allí aquel armatoste quizás hubiera sido peor. El impacto pudo haber sido contra una de las casas o contra quién sabe qué. Lo cierto es que aún me quedan resquicios de aquel gran susto.

-El accidente dejó a mi “Cholito” con heridas de gravedad, mientras que al barco de acero no le quedó ni un rasguño –El eterno atasco y la buena disposición de mis amigos me daban pie a continuar con mi relato–, pero en realidad no hubo problema porque al día siguiente llevé al herido al hospital móvil que había cerca de casa, entre las avenidas Perú y Quilca, donde los expertos médicos de la plancha y la pintura eran capaces de solucionar este tipo de incidentes, en media hora como mucho.

-¿En media hora? –mi amigo no salía del asombro.

-Así es mi querido amigo, plancha y pintura en media hora. A problemas inesperados, soluciones rápidas. Trabajo cien por ciento colectivo. De tres a más hombres trabajando al unísono para ganarse unos duros, en plena calle y cerca de los comercios de materiales de pintura a fin de tener a mano lo necesario. Aquella vez, por apenas treinta soles me dejaron el coche como nuevo. La necesidad aguza la creatividad y el ingenio y a los peruanos no nos falta ni lo uno ni lo otro.

Una hora después salimos exhaustos del atasco, pero para mí no fue del todo frustrante ya que pude entretener un poco a mis amigos y recuperar la información que me ha permitido crear este nuevo backup de mi memoria que ahora os transmito.

Un saludo y hasta pronto, familia y amigos.






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