lunes, 29 de agosto de 2011

Caballeros y villanos

- Gordo, paga las apuestas que no te quiero pegar.
Raffaello Sanzio - Fighting Men - WGA18926
La amenazadora advertencia fue directa, sin titubeos, con la calma y la seguridad de quien se sabe un buen peleador. Se trataba de un muchacho de mi estatura, atlético y de rasgos duros.

Cursábamos el Primero de Secundaria en la sesquicentenaria GUE San Miguel de Piura y habíamos aprovechado los breves quince minutos de recreo para organizar una partida relámpago de fulbito.

- ¿De qué apuestas hablas? ¿Estás loco? ¡Lárgate, antes que te reviente! –respondí con cinismo y fanfarronería, haciéndome el chulo y pretendiendo pasarme de listo– ¡Vámonos muchachos, vámonos de aquí!


- Que ellos se vayan si quieren, –añadió con asombrosa tranquilidad– pero contigo he hecho el trato y tú me respondes, gordo.

- ¿Pero… de qué apuestas estás hablando? -insistí, con exagerado descaro.

- Gordo, que te he dicho que me des las apuestas, que no te quiero pegar –repitió, esta vez lentamente, enfatizando cada palabra, pero más enérgico y sujetándome con firmeza de la manga de mi camisa.

Efectivamente, por aquellos años de transición a la adolescencia mi figura no era precisamente esbelta y además de mostrar algo de sobrepeso era ágil como una tortuga y fornido como una sepia.

- ¡Suéltame! –le respondí haciéndome el fiero. Le vomité el más grave de mis improperios, sacudí el brazo para soltarme y empecé a alejarme con bravuconería, sin siquiera voltear a mirarlo.

Quince minutos antes, mi adversario y yo habíamos hecho un pacto de caballeros y cada quien se había autonombrado capitán, había convocado a sus jugadores y, a duras penas, había reunido los dos soles con cincuenta céntimos que conformaban las apuestas de cada mini equipo de fútbol.

Balón de fútbol 01 Aunque jamás fui un buen deportista y nunca antes había sido capitán de ningún equipo, para mí no había otro juego mejor que el fútbol. Era la primera vez que lo organizaba, por lo que no quería quedar mal en mi debut ni que mis compañeros y yo perdiésemos las escasas monedas del refrigerio. Por ello, aunque hubiésemos perdido por goleada como había sucedido, tenía pensado defender a cualquier precio mi recién estrenada reputación y nuestro preciado dinero.

Pero suponía que mi rival se sabía ganador y no cedería fácilmente:

- ¡Gordo, o me das las apuestas o te parto la cara! –me increpó antes de que yo pudiera salir de la plataforma de cemento que nos servía de cancha de futbol.

Mis compañeros, lejos de intervenir en mi defensa, se habían apartado un poco quizás conscientes de nuestra indiscutible derrota o tal vez intimidados por la fama de buen peleador de mi contrincante. Pero lo más probable es que fueron invadidos por una honradez y moralidad que, de un momento a otro, a mí me habían abandonado por completo, lo cual me había convertido por unos instantes en el villano de medio pelo que tenían delante.

En pocos minutos, la amenaza se había transformado en duelo, el duelo en escándalo y el escándalo en un coso romano repleto de excitados espectadores adolescentes hambrientos de ver una pelea.

No tenía escapatoria. Sabía de sobra que estaba mintiendo y que me había convertido en un intrépido tramposo, el que pronto, muy pronto tendría que batirse en duelo.

El corro de muchachos sólo vitoreaba a mi contendiente y yo, convertido en un manojo de nervios y consciente de ser un pésimo luchador, levanté los puños imitándolo, esperando lo peor. Y lo peor llegó antes de que me diese cuenta. Al púgil le bastaron unos segundos y un único y certero golpe en el ojo derecho para derribarme en el suelo y dejarme completamente avergonzado y molido.

Cuando levanté la mirada mis compañeros de equipo se marchaban haciendo un ademán de desprecio y rendición. Los curiosos que quedaban se burlaban de mí a carcajadas. El vencedor, estaba parado frente a mí con una gran sonrisa socarrona exigiéndome las apuestas con una mano y, con la otra, amenazándome con el puño cerrado dispuesto a acabar conmigo si no cumplía lo pactado.

Derrotado y avergonzado, tras la merecida lección, le entregué las monedas y me marché a los aseos sabiendo que otro castigo me esperaría por llegar tarde a clase y, si la suerte no me acompañaba, recibiría en casa otra sanción aún peor por el gran moratón que me anunciaba el gran dolor que había empezado a sentir en la cara.

No hay comentarios:

Publicar un comentario