Soñaba conduciendo mi propia bici, me moría por tener mi
propia bici. No, no exagero, desde muy niño y hasta casi los doce años mi mayor
ambición era ser el propietario absoluto de una bicicleta para así poder pasearme
en ella sin restricciones y cuando me apeteciera.
Aprendí a conducirla gracias a mis primos maternos, quienes,
aún mejor que hermanos, me prestaban la suya sin reparos ni condiciones. Fueron
ellos quienes me supieron soportar con paciencia hasta que fui capaz de
llevarla por mí mismo. Vivían en Los
Tallanes, que por entonces era una nueva urbanización en Santa Rosa, a casi
dos kilómetros de mi casa. Solía ir hasta allí en cuanto se me presentaba la
más mínima oportunidad, con o sin el permiso de mis padres, porque consideraba
que cualquier castigo valía la pena a cambio de un buen paseo.
Cierto día, sin que pudiera sospecharlo en absoluto, mi madre
se la pasó evitando que yo entrase en mi habitación. Lo hizo desde mi vuelta
del cole por la tarde hasta el regreso de mi padre por la noche. Cuando éste
llegó, tras dirigirle una mirada de complicidad, me pidió que fuese a mi
dormitorio "porque allí hay una
sorpresa que seguro que te gustará, cholito". Intrigado, corrí y abrí
la puerta. Al encender la luz, reclinada sobre una de las paredes de mi cuarto,
me esperaba nada menos que una bici. Fue, en efecto, la sorpresa más
maravillosa y el regalo más extraordinario que jamás me habían dado mis padres.
Agradecido y exultante, los besé y abracé como quizás nunca antes lo había
hecho.
La bicicleta no era precisamente nueva. Por el contrario, se
trataba de un antiguo modelo de chica, lo cual quedaba claramente evidenciado
por su color de tonos dorados y naranjas, así como por llevar delante y detrás,
respectivamente, una canastilla blanca y un soporte para transportar objetos.
Acentuaban su singular atractivo sus desgastadas y desinfladas ruedas y el
deslucido estado de su pintura, pero para mí aquello no suponía un verdadero
problema porque más pronto que tarde me pondría manos a la obra para repararla
y rediseñarla a mi gusto y antojo. A fin de cuentas, me había convertido en el
feliz propietario de una bicicleta, lo que significaba que mis años de espera
por fin se habían terminado.
Estaba tan exaltado con mi regalo que aquella noche me
resultó casi imposible conciliar el sueño. Me desvelé planificado su
restauración y cambiando su diseño: una
manita de pintura azul marino le vendría perfecto, los aros y los rayos
resaltarían mucho más con un blanco impecable, eliminaría esa odiosa canastilla
y mutilaría aquel horroroso soporte, la rueda delantera tenía que ser más
pequeña que la posterior, el timón, mejor en forma de "U “que recto y, por
supuesto, sería estupendo un asiento muchísimo más bajo y con respaldar... Soñaba
despierto.
Pero no resultaría tan sencillo materializar mis oníricos
planes porque ellos implicaban gastos y en casa el dinero no era algo que
abundara. No obstante, como era de esperar, fue mi madre la más comprensiva y
paciente para hacerme entrar en razones. Gracias a ella pude entender que desde
aquel momento el tiempo de espera para conducir mi propia bici sería menos porque ella, y
sobre todo ella, estaría siempre allí para ayudarme cuando la necesitara.
-Primero las ruedas,
papi –me repetía con amor y sabiduría– primero
las ruedas....
Primero, una rueda; después, la otra. Un ajuste aquí, una
tuerca allá… Pude, eso sí, prodigarla de grasa y de lubricantes, productos que cundían
en el cuarto de fierros y herramientas de mi padre. Meses más tarde, tras las
insistentes recomendaciones de "cuidado
mihijito no te la vayan a robar", "cuidado mihijito no te vayas a
caer"…, subí por fin en mi bici a dar mi primer paseo por las calles
de mi barrio: de la Santo Domingo a la Lancones, de la avenida Santa Rosa a la
Circunvalación, de mi casa a Los Tallanes... Aquel día, henchido de orgullo y,
tal como lo decía mi padre, "mordiéndome
las orejas de risa", repasé feliz una y otra vez aquellas calles y
avenidas hasta que mi madre, cansada de llamarme repetidas veces desde la
puerta de nuestra casa me conminó a entrar con un "¡Javier, pasa inmediatamente que ya es suficiente por hoy, o
mañana no hay bici!".
Con mi bicicleta encontré popularidad entre mis amigos y
desperté la envidia de otros (no tan amigos), aprendí mil acrobacias y cometí
otras tantas imprudencias, soporté castigos y recibí lisonjas, me convertí en el
profesor de conducción de mi hermana y, cómo no, me transporté al cole durante
casi toda la Secundaria.
Fue también el pretexto idóneo la tarde en que invadido por
la inevitable efervescencia hormonal de la adolescencia, poseso y desquiciado, convencí
a la sirenita más pretendida de mi calle a que se aupara al timón de mi bici para
dar juntos el mejor de los paseos. Tras pavonearme con ella frente a propios y
extraños, se inició la cuenta atrás para que poco tiempo después nos refugiáramos
al socorro de la noche y desmitificáramos el célebre temor por el primerísimo beso
intencionado.
El tiempo pasó y no fue posible ni el rediseño ni la manita
de pintura. Mantener la bici rodando y con un funcionamiento aceptable implicaba
por sí mismo suficientes gastos como para añadir otros que, al fin y al cabo,
sólo representaban caprichos míos. Poco a poco comprendí también que era una
buena opción dejar en su sito aquellos accesorios que en un primer momento me desagradaron
tanto, ya que resultaban de muchísima utilidad para transportar a buen recaudo
mis libros del cole y todo tipo de objetos en la infinidad de mandados que se
me encomendaban. De esta suerte, mi bici dejó de ser un simple juguete y se
convirtió en el vehículo de contingencia de mi pequeña familia.
Hoy, tres décadas después, el dulce e inolvidable recuerdo
de aquella maravillosa bici de mi adolescencia permanece tan fresco que aún me
hace feliz, tan feliz que al igual que otras remembranzas he decidido guardarlo
en este rinconcito virtual de mi memoria.
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