jueves, 14 de julio de 2011

Veinte años después

Gustave Moreau, Heracles y la Hidra de Lerna(1876).
Veinte años después tengo la inmensa suerte de ver la extrema pobreza desde fuera. Digo desde fuera y no desde lejos porque se encuentra tan cerca, que con sólo extender un poco la mano podríamos tocarla y sentir la desagradable aspereza y gelidez de su piel de monstruo, sólo con girar un poco la cabeza podríamos percibir su pudor de Hidra mitológica y reaccionar con asco a causa de su milenaria putrefacción.

Digo desde fuera únicamente porque, veinte años después, tengo la inmensa suerte de poder decidir si comer o no y qué y cuándo hacerlo. Veinte años después ya no es una imposición del día a día, lo cual es un lujo que, he aprendido a valorar en toda su dimensión. Me arriesgo a que se me acuse de cínico, pero veinte años después encuentro despilfarro y siento vergüenza conmigo mismo, así como rabia e impotencia por acciones tan cotidianas y mecánicas como verter a diario residuos de comida en los contenedores de basura. Cada vez que lo hago pienso en que existen millones de personas en este planeta que padecen hambre y quién sabe si es el caso de alguno de los míos.

Veinte años después digo desde fuera, pero reconociendo lo fortuito y efímero de tal situación, ya que el mañana y su acontecer (¡tened cuidado!) son absolutamente imprevisibles. Veinte años después no he podido olvidar aquel horroroso y recurrente ruido estomacal que casi siempre estaba asociado al hecho de no tener qué comer. ¡Cómo olvidar aquellas horas infinitas! ¡Cómo olvidar que cuando había algo para comer era una razón suficiente para alegrarme y decir que se había tratado de un buen día!

A mis diecinueve años, mi heroica madre tuvo el acierto de regalarme una antigua máquina de coser Singer, así como su experiencia de muchos años tras los pedales. En honor a la verdad, tal pericia no procedía de ella únicamente sino, en su conjunto, de algunas de las invencibles mujeres de mi clan materno, quienes, desde los tiempos de mi abuela, supieron encontrar en la costura una valiosísima estrategia de sobrevivencia (aunque esto será tema de otros backups). Con el artilugio mecánico aprendí a confeccionar y vender delantales de tela plastificada en los humildes mercados de Lima y alrededores, lo cual me permitía acallar aquellos guturales gritos de la pobreza. Muchísimas veces, sin embargo, las ventas eran infructuosas y entonces, aquel terrible ruido estomacal del que he hablado antes, se hacía más terrible aún. Cómo olvidar que después de pasarme casi todo el día caminando por aquellos mercados, víctima del cansancio, me quedaba dormido en los autobuses y, por brevísimos segundos, soñaba… soñaba que comía. Rápidamente entonces, el rechinar de mis dientes por culpa de masticar la nada me despertaba y, asustado y avergonzado, miraba a mi alrededor para saber si alguien se había percatado de ello.

Lo que acabo de decir, veinte años después, me resulta una anécdota algo divertida, pero en aquellos momentos fue la misma personificación del miedo. Irme a dormir y levantarme, cada día, pensando siempre y únicamente en la comida fue una experiencia terrible. Cada día con una sola angustia: conseguir unas pocas monedas para comprar algún alimento que llevarme a la boca. Fueron tiempos muy duros. Por aquellos días no era posible pensar en las banalidades de esta edad: discotecas, ropa, coches, fiestas... Sólo pensaba en la comida. Así de básico, así de elemental.

Veinte años después y desde fuera no he olvidado todo ello y supongo que jamás lo haré. Por tal razón y para que así conste, firmo lo dicho en el presente backup de mi memoria.

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