miércoles, 3 de agosto de 2011

Temporada de cometas



En nuestra época casi nadie se cuestiona el hecho de comprar y regalar la mayoría de juguetes para nuestros hijos, sobrinos, hijos de amigos y conocidos, etc., es más, a causa del avance tecnológico nos resultaría un absurdo si así lo hiciéramos. Sin embargo, no hace muchas décadas que nuestra generación (y las anteriores) disfrutaba maravillosamente creándolos, transformándolos o simplemente reparándolos. No éramos expertos ecologistas, pero con paciencia y esfuerzo rescatábamos y reutilizábamos los objetos más inverosímiles para convertirlos en verdadera diversión.

De entre estos juegos, me atrevería a asegurar que las cometas ocupaban uno de los primeros lugares en el ranking de la creatividad y el reciclaje. Las confeccionábamos con cañas secas, bolsas de plástico, papel de viejos periódicos y de revistas, resina de los árboles, prendas usadas...

En la temporada de estos juguetes, decenas de chicos salíamos a llenar de color y aventura el sereno cielo de las pampas de mi barrio. De manera individual o en equipos, hacíamos concursos, guerras aéreas o simplemente las elevábamos para contemplar su acompasado contoneo en el firmamento.

Pero como ya lo he dicho, todo comenzaba mucho antes, con la búsqueda de los materiales para elaborarlas. Lo primero y fundamental era hallar el carrizo adecuado para construir su flexible y, sin embargo, consistente estructura. Por este motivo, cuando comprobábamos que ya otros chicos se habían llevado las mejores cañas de las proximidades, mis amigos y yo resolvíamos encaminarnos en dirección a Los ejidos o hasta el mismo Río Piura para encontrar el preciado material.

El río se hallaba a unos pocos kilómetros de casa y el recorrido hasta allí ofrecía de forma exigua la benevolente sombra de algunos arbustos y algarrobos silvestres que crecían a lo largo del camino. Las soporíferas temperaturas de mi tierra nos obligaban a realizar estas excursiones con el torso desnudo, en pantalones cortos y totalmente descalzos. Pero nuestra breve indumentaria era una contradicción y un riesgo porque el despiadado sol ecuatorial y la ardiente arena podían freírnos la piel sin compasión, no obstante estábamos bastante acostumbrados a estas inclemencias climáticas. Por poner un ejemplo, como consecuencia de andar descalzos, las plantas de nuestros pies habían sufrido una insólita mutación y lucían una imponente callosidad semejante a una gruesa suela, la cual nos protegía de la abrasadora arena del desierto piurano.

Alguna vez, Roxana y yo decidimos poner a prueba la temperatura de aquellas superficies incandescentes. Así, un mediodía de verano nos atrevimos a colocar sobre aquella arena una sartén con aceite, con la idea de calentarla hasta llegar a freír en ella un huevo. Antes de lo que esperábamos, el exitoso resultado del experimento nos dejó tan atónitos y nos proporcionó tanta alegría, que el alboroto que montamos empujó a los vecinos a asomarse a sus puertas y ventanas para, instantes después, comprobar sonrientes de que sólo se trataba de la travesura de dos inquietos pequeños.

Las largas excursiones eran oficialmente finalizadas frente a nuestras casas, cuando recogíamos la resina de los algarrobos, la cual nos servía como el mejor de los pegamentos para la confección de nuestras cometas.

Antes de poner manos a la obra, era necesario también hacerse con el ovillo de hilo que serviría para unir su estructura y echarlas al viento. Quizás fuera el material más difícil de conseguir ya que, después de cada temporada, lo utilizábamos en otros menesteres lúdicos o en el embalaje de pequeños paquetes o sencillamente se quedaba extraviado en algún rincón desconocido, por lo que cada temporada había que encontrar la manera de conseguir dinero para volver a comprarlo. La pregunta de mis padres era siempre la misma: ¿y el ovillo del año pasado? A lo que yo solía responder con un largo silencio, la mirada más inocente que pudiera mostrar y la predisposición a realizar y a prometer cualquier tarea que se me encomendara, por muy pesada que fuera (ojo, que sólo digo prometer).

Hacer las colas de las cometas también significaba desplegar algo más que un simple esfuerzo. Las hacíamos de retales, por lo que echábamos mano de cualquier trapo viejo (o no tan viejo) que se cruzara en nuestro camino: pantalones, calzoncillos, calcetines… Los rasgábamos en largas tiras, las que uníamos con nudos hasta conseguir que la cola tuviera un tamaño proporcional al del artilugio, pues ésta funcionaba como contrapeso. Evidentemente, en casa no sobraba la ropa, por lo que el hecho solía provocar más de un enfrentamiento con mi bondadosa madre quien, finalmente, siempre acababa cediendo ante mis insistentes súplicas.

El mejor amigo de mi infancia vivía en la casa de al lado y era como el hermano mayor que nunca tuve. Fue él quien, con toda la paciencia del mundo, me enseñó a confeccionarlas. Nos reuníamos en su casa o en la mía con todos los materiales reunidos, los disponíamos sobre el suelo y elegíamos y planeábamos el modelo (planos: rombos, hexágonos, octógonos… en 3D: un avión, un coche, un barco…), cortábamos y pulíamos el carrizo, atábamos la estructura, pegábamos el papel, las adornábamos con flecos, les poníamos ojos, cejas, boca, bigotes, etc. y, tras el trabajo, las protegíamos dejándolas en algún lugar oculto y nos marchábamos impacientes y expectantes con el afán de que llegara la tarde del siguiente día para sacarlas a volar.

Mientras escribo este post, siguen llegando a mi memoria los procedimientos de su confección, las fantásticas tardes al mando de mis naves, las cuchillas puestas en las colas para derribar a los cometas enemigas, la arena baldía de las pampas y sus pequeños pero violentos remolinos de arena, mi tristeza y mi llanto cuando perdía alguna de mis cometas favoritas, los gritos de mi madre exigiéndome que regresara a casa porque se hacía de noche y ya había jugado suficiente y tenía que volver…

No hay comentarios:

Publicar un comentario