domingo, 11 de septiembre de 2011

Maestros mecánicos


Los dados rodaron a su antojo, de lo contrario quizás hoy ejercería la profesión de mi padre, la mecánica de automóviles. Crecí desarmando motores, reconociendo autopartes y herramientas, limpiando el óxido de fierros viejos, vertiendo lubricantes y combustibles...

Chevrolet pickupAunque mi padre nunca lo quiso, me convirtió en su ayudante y su aprendiz, en especial cuando "la Chiva" sufría alguna avería o desperfecto, es decir, con mucha frecuencia.  Sin embargo, nuestra tarea exigía mucho más esfuerzo cuando teníamos que desmontar por completo el antiguo motor de seis cilindros de la vieja pick-up. Bajo aquellas circunstancias, dedicábamos uno, dos o más días consecutivos a cambiar pistones, bujías, válvulas, empaques... 


VW Golf II 1.6 litre Diesel engine Mi memoria guarda una clara fotografía de todo ello, pero más nítido aún es el sello de la mirada de orgullo y agrado de mi padre frente a mis incipientes progresos, mientras yo ajustaba o desajustaba  pernos y  tuercas y sudaba la gota gorda en medio del sofocante bochorno del patio de mi casa en Santa Rosa.


- ¿Una limonada con hielo, papi? –me preguntaba complacido.

Diesel Engine (4 cycle running)- Vicki, tráele una limonada al muchacho que se nos va a deshidratar!!! –pedía a mi madre, quien, solícita y más orgullosa todavía, nos traía una gigantesca y refrescante jarra de limonada repleta de hielo.

No eran muchos los mecánicos en el barrio, quizás por eso habían establecido entre ellos una especie de solidaridad tácita con la intención de compartir recursos y cubrir con ello cualquier necesidad de provisión que pudiera surgir.

- Javier, ve donde fulano y dile que por favor nos preste una llave del tres cuartos y otra del siete dieciséis.

- Papi, ve donde mengano y llévale por favor un calibrador y una llave de bujías. Dile que no se preocupe, que no tengo prisa, que nos la devuelva cuando pueda.



Pero no todo lo aprendido consistió exclusivamente en saber compartir, desarrollar mis destrezas del mundo de la mecánica automotriz y ampliar mi vocabulario técnico, ni fue mi padre mi único maestro, sino que otras lecciones y otros agentes, también muy valiosos, contribuyeron de forma positiva en mi educación.

Rondaba los diez años cuando, ante una de estas eventualidades del quehacer automotriz, tuve que ir hasta el taller de uno de los miembros de aquella logia de viejos colegas a por no recuerdo exactamente qué herramienta.

Totalmente abiertas, las dos alas de la puerta me invitaron a pasar.

- ¡Don David, Don David, Don David...! –llamé desde el umbral, en tanto observaba con minuciosidad el taller.

P21WUn automóvil en reparación ocupaba casi toda la entrada del pequeño local. Al fondo, una puerta daba a un cuarto poco iluminado. Continué llamando y esperé unos minutos. Como respuesta, un silencio absoluto. Fue entonces cuando muy cerca de la entrada, una diminuta bombilla de la parte posterior del vehículo capturó por completo mi atención.  Se hallaba encendida, haciendo intermitencias y sin protector, lo que la hacía aún más atrayente, provocándome una especie de mágico encantamiento y el consiguiente deseo de apropiarme de forma ilícita del pequeño objeto.

La tentación fue tan grande que el temor y la vergüenza de ser descubierto poco o nada sirvieron para que yo pudiese controlar aquel licencioso impulso. Tampoco resultaron de mucha utilidad los sermones religiosos impartidos con insistencia por mi madre ni los valores de honradez inculcados con persistencia por mi padre. Diestro en los menesteres del oficio, me bastaron unos pocos segundos para desencajar y extraer la bombilla, la que camuflé victorioso en uno de los bolsillos de mis pantalones cortos.
Acababa de convertirme en un vulgar ladronzuelo.

Volví a llamar y segundos después, la figura de un hombre algo mayor asomó por la puerta interior del local. Sorprendido y consciente de mi culpabilidad, intenté dar pocas muestras de mi nerviosismo.

-Buenos días, Don David –saludé, tal como mi padre solía encomendarme que lo hiciera.

-Pasa. ¿Qué quieres? –respondió, con un tono absolutamente seco, cortante y con cara de pocos amigos.

Le expliqué el recado, a lo que él volvió por la misma puerta en búsqueda del encargo.

-Toma, dile a tu papá que no se preocupe –refunfuñó al volver, más parco y hosco que la vez anterior.

-Muchas gracias don David, se lo diré. Muchas gracias –agradecí con cinismo, añadiendo una enorme sonrisa que disfrazaba la pugna interior entre mis sentimientos de triunfo y culpabilidad.
Me encontraba a punto de salir del taller y casi seguro de haber llevado a cabo “el crimen perfecto” cuando su voz me detuvo.

-¡Espera, muchacho! Tienes algo que es mío –espetó.

-¿Yooooo..., señor? –respondí con pánico en la voz.
-Sí, muchacho, tú. Devuélveme la bombilla que has cogido de aquí.
Me había dado la orden con todo el aplomo de sus años y señalando el lugar exacto de donde había tomado el objeto.
-Yo no he cogido nada, señor –volví a mentir y le mostré mis manos en señal de inocencia.
Me sentía acorralado y sin salida, por lo que empecé a sudar a mares. Mis ojos vidriosos y mis impostados gestos de puerilidad celestial parecía que acabarían siendo inútiles en aquellos instantes.

-¡No mientas, muchacho! Eres el único que hasta el momento ha entrado al taller y justo antes que tú llegaras acababa de sacar el protector de la bombilla. ¡Devuélvemela! –exclamó enfadado y, al cabo de unos segundos, sentenció:
-Si no me das la bombilla ahora mismo, iremos a ver a tu padre inmediatamente.

Sin opción a apelar, le entregué el objeto en el acto. Contrariamente a lo que me esperaba, me lo recibió con serenidad y en silencio. Me sentí el más abyecto de los seres y la vergüenza de mi familia. Don David dio media vuelta y mientras volvía sobre sus pasos dictó:

-¡Márchate!, pero que te quede claro que de todas maneras se lo contaré a tu padre.

Tragué saliva pensando en el mismísimo Apocalipsis. Regresé a casa abatido por completo, con un enorme nudo en la garganta y un indescriptible vacío en el estómago.

Los estragos del suceso duraron días, semanas, meses... Cada vez que mi padre regresaba a casa, cada vez que salíamos juntos, cada vez que hablaba con él, cada vez que una avería paraba la camioneta, cada vez que era necesario realizar recados... presa de pánico, escudriñaba sus ojos por si encontraba en ellos algún indicio de haber sido delatado por don David. Incluso más de una vez cometí la imprudencia de preguntarle si se había visto o encontrado con él, pero en todas ellas me respondió con una negativa.
Nunca llegué a saber si mi padre tuvo testimonio del hecho, pero jamás mostró la menor señal de conocerlo. Años después, comprendí que precisamente esa había sido mi condena y la lección que debía aprender. 

Y así fue porque nunca más volví a tomar nada sin autorización.

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