domingo, 1 de mayo de 2011

El Pekas

Hace algunas semanas que tengo  la intención de escribir algo sobre un personaje especial en mi vida, el Pekas, mi mimado perro.

En realidad, si la historia fuese más justa, habría más reconocimientos para estos magníficos seres. A diferencia de los lobos en peligro de extinción, su meritoria convivencia con nosotros los humanos habla de su asombroso y estratégico instinto de sobre-vivencia, el cual les ha permitido adaptarse y evitar, al menos de manera inmediata, el riesgo de desaparecer del planeta. Parece que en algún momento de su evolución hubieran dicho: "si no podemos con los despiadados humanos (léase: enemigos), unámonos a ellos". 



El Pekas tiene cuatro años y es un precioso Foxker (entiéndase la palabra como un término acuñado por el que escribe para referirse expresamente al mestizaje de un Fox y una Cocker). A propósito, el bicho me ha traído el flash de uno de los personajes más emotivos, entrañables y sorprendentes de mis lecturas juveniles: el Argos de Ulises. En verdad le hubiera puesto gustoso este nombre si no hubiese sido bautizado como Pekas por Sara, la entonces pequeña hija de Ely, el amigo que nos lo regaló.

Cuando nos presentaron la camada y nos dieron a elegir entre él y sus hermanos, lo escogimos conmovidos por sus tiernos ojitos negros, por su suplicante mirada de a mí por favor, a mí, por su aparente tranquilidad y, evidentemente, por sus equidistantes manchas negras sobre su sedoso pelo blanco. Son como pecas, fue mi atrevida e inexacta apreciación al ver las manchitas, a lo que Sara replicó sentenciosa: entonces se llamará Pekas. Por supuesto que intenté disuadirla explicándole que se trataba de un perro y no de una perra, que aquel nombre era algo femenino para un macho, pero su presta contrarréplica fue demoledora e inapelable: entonces será EL Pekas, dictaminó. Punto en boca y hasta el sol de hoy.

Antes de Pekas, por muchas razones, nunca pude ser el dueño de un perro. Así que el aprendizaje ha pasado desde la ineludible y a veces agobiante responsabilidad de cuidarlo, (por ejemplo sacarlo a pasear sin ganas de hacerlo) hasta el placer de abrigarme con él en los fríos inviernos abrazándolo para ver la TV o acariciar su suave pelo o disfrutar viendo cómo gusta a la mayoría de niños, porque además de bonito el Pekas es muy cariñoso y manso. También ha sido interesante conocer a través de él que los perros, al igual que nosotros los humanos, sueñan e incluso tienen pesadillas, sienten vergüenza, son celosos, les gusta llamar la atención y tienen deseos de jugar, que son temerosos al sonido de los truenos, que están tristes o alegres si nosotros lo estamos, etc.


Es increíble cuánto se puede llegar a querer a una mascota. Sólo quien tiene una puede saber perfectamente a qué me refiero. Cuando estoy en casa, el Pekas me sigue a donde voy, jamás se aparta de mí. Pero hay lugares a dónde no me puede seguir y entonces me espera lo más cerca que puede. Cuando me siento acosado le suelto: ¡Que eres un perro no un pollito, que no soy tu madre, soy tu dueño, que te has equivocao, perro pesao! Pero es inútil, en casa no tengo forma de escapar de él.

Pekas entiende y se hace entender perfectamente. Con su pata puede señalar y hacer sonar su cuenco de agua si tiene sed y de comida si tiene hambre. Puede interpretar el sonido del móvil o el tintineo de las llaves como signos claros de salir a la calle o que alguien coja una chaqueta o las bolsas de la basura… En cuanto se percata de uno de estos indicios es el primero en alistarse y corriendo se dirige a la puerta a esperar para que lo saquemos al paseo habitual. Está preparado para volver a salir de casa desde el mismo instante en acaba de retornar. Es un sinvergüenza. Lo miro, meto mis manos a los bolsillos, saco las llaves y hago el gesto de entregárselas diciéndole: toma, cuando regreses me las devuelves. Él me mira un poco desconcertado, me mueve la cola y parece decirme no te hagas el gracioso y sácame de una vez.

Cada vez que llega algún conocido a casa, el Pekas se alborota y desespera. Se atrinchera a escasos centímetros de la puerta. La mira fijamente. La olfatea queriendo saber (o sabiéndolo ya) quién hay detrás de ella. Mueve la cola con nerviosismo. Saca la lengua.  Lloriquea emitiendo chilliditos que van creciendo paulatinamente hasta convertirse en ladridos enérgicos. Una vez que hemos abierto la puerta, intenta salir y, si lo consigue, intenta lanzarse sobre ellos, se deshace en saludos halagüeños hacia los visitantes, dando constantes saltitos a su alrededor pidiéndoles una caricia, excitado por la emoción. Cuando la persona ha entrado en casa, mira hacia un lugar y hacia otro del piso y, como un entrenado atleta que calcula las distancias para no tropezar con nada, corre como un enajenado por todo el piso. Va y viene y sube y baja de la primera a la segunda planta y del salón a la cocina, loco de contento. Salta sobre los muebles y continúa ladrando sin parar. Aunque le ordenemos con energía y fingiendo algo de enfado: Pekas basta! Quieto! Perro loco! Pero el Pekas no sabe cómo detenerse. Entonces, el espectáculo no ha terminado sino todo lo contrario, porque Ximena comienza reírse a carcajadas contagiada con la alegría de su mascota  y todo en casa se revoluciona.

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