domingo, 15 de mayo de 2011

¡Zoorroooo..., vas a moriiiiiiiir...!

¡Zoorroooo..., vas a moriiiiiiiir...!

El grito rompía el silencio del patio contiguo al recién estrenado pabellón de estudios del Colegio Militar Leoncio Prado.

¡Zoorroooo..., vas a moriiiiiiiir...! 

Al verme pasar, los cadetes proferían la amenaza contra mí y se escondían al amparo de las ventanas de sus aulas. Vociferaban con la clara intención de provocarme, sacarme de quicio, "ponerme al borde", que me enfadara…, pero aprendí con rapidez que la mejor manera de echar por tierra sus pretensiones era no hacerles caso. Admito que al inicio levantaba la mirada hacia la segunda planta del pabellón para ver si conseguía pillar con las manos en la masa al osado pendenciero que había decidido agraviarme, pero nunca logré sorprender a ninguno. Luego, ya ni caso. Cuando pasaba, sólo o acompañado, me hacía el sueco y continuaba mi camino.

¡Zoorroooo..., vas a moriiiiiiiir...! 

El apodo aludía al archiconocido héroe televisivo. Ahora bien, si se están preguntando por qué precisamente “El Zorro” y qué relación podía tener él conmigo, la respuesta es nada menos y nada más que por su bigote.


Sí. Me había dejado bigote. Quienes me conocen saben perfectamente que soy lampiño, así que, dada mi escasez de bello, para poder crear aquella casi invisible pincelada de pelo, tuve que recurrir a la imposible, tediosa y milimétrica tarea de recortarlo una y otra vez, de emparejarlo una y otra vez hasta dejarlo en su más mínima expresión. Era un ralísimo, minúsculo y ridículo bigotito que emulaba de manera caricaturesca al del heroico jinete de la TV.

Los observadores cadetes, que habían descubierto con rapidez el símil, tan pronto como les fue posible me habían rebautizado con aquel singular sobrenombre.

¿Que por qué me había dejado el bigote? Simple. Para satisfacer el caprichoso antojo de uno de mis más tórridos y más grandes amores de juventud, uno de aquellos por el que, como dice el maestro Sabina, habría negado el santo sacramento en el mismo momento en que ella me lo hubiera mandado. Lo cierto es que a pesar de lo que pudieran decir, quienes lo quisieran decir, incluso los cadetes, estaba claro que no me quitaría aquel bigotito por nada del mundo. Pero esa es otra historia...

¡Zoorroooo..., vas a moriiiiiiiir...! 

En ningún sentido se trataba de una amenaza, sino de una burla que en este caso recaía directamente sobre mí, pero de la que, me consolaba saber, no era yo la única víctima. Uno de los entretenimientos y especialidades de mayor creatividad de los cadetes del internado era modificar esta “amenazante” expresión, a su voluntad y según la circunstancia.

Una aparente compostura reinaba en las aulas, pero los uniformados cadetes no eran otra cosa que niños grandes, imberbes adolescentes que, por obligación o ingenua voluntad, recibían una educación militar. Mi impasibilidad frente a sus provocaciones los había empujado un poco más allá y algunos, sobre todo quienes se habían ganado mi confianza, ya no me extendían la mano para saludarme como había sido su costumbre, sino que con un lápiz, bolígrafo, regla o lo que fuera, ensayaban un gracioso y dramático ademán, dibujando una invisible "Z" en el aire, como la que hacía con su espada el enmascarado personaje.

"Buenos días, don Diego de la Vega..., Buenas tardes, don Diego de la Vega..., Buenas noches, don Diego de la Vega..." Eran los saludos que acompañaban el travieso gesto.

¡Zoorroooo..., vas a moriiiiiiiir...! 

Los cadetes disfrutaban de visibilidad. Se paseaban por las calles de Lima y el Callao luciendo orgullos sus impecables uniformes azules de paseo, brillantes zapatos, guantes blancos y maletín negro a lo James Bond, sin embargo, antes de trabajar en tan afamado colegio, nunca tuve un acercamiento tan próximo a ellos ni a todo lo que los envolvía.

Mario Vargas Llosa también me había acercado al Colegio Militar Leoncio Prado a través de “La ciudad y los perros”, novela que volví a devorar con fruición cuando supe que trabajaría allí, no obstante, aquella intensa experiencia superó con creces, en el plano profesional y personal, mi lectura de la reconocida narración del actual Premio Nobel.

Desde aquel entonces hasta hoy ha llovido mucho en mi camino, pero las huellas de estas vivencias, las que fueron gratas y las que no, han quedado en mi memoria, forman parte de lo que soy y quiero compartirlas con quienes se toman la molestia de seguir desde aquí lo que he vivido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario